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El arte verdadero y otros cuentos, de Jorge Ninapayta

Por Paúl Llaque

Publicado: 2015-09-21


En octubre de 2010, en el marco de un taller de narrativa cuyos únicos integrantes éramos él y yo, Jorge Ninapayta escaneó las trescientas cuarenta páginas que tenía la primera edición castellana de Cómo escribir un drama, de Lajos Egri, y me las envió desde Nueva York, donde entonces residía, utilizando el correo electrónico. «Es mejor que leas a Egri completo para que puedas entender lo que te digo», me escribió. Yo no podía comprender por qué en uno de mis borradores determinado pasaje narrativo no calzaba con la premisa que el relato de marras debía cumplir, ni por qué el pasaje no contribuía con el conflicto que prometían los primeros capítulos.

Ninapayta escribía entonces una ambiciosa novela y seis de los siete cuentos de El arte verdadero. La novela era tan extensa y tan compleja que varios fragmentos tenían la extensión de una novela corta o un cuento largo, y Ninapayta por momentos se cansaba de la novela y volvía a los cuentos. Como en el taller cumplíamos con una cuota mínima de dos mil palabras semanales en un texto que presentara algún tipo de unidad (bloque, capítulo o cuento completo), cualquiera de nosotros podía cambiar de género narrativo cuando lo quisiera.

Si bien la novela quedó inconclusa, los cuentos de El arte verdadero estuvieron varias veces terminados antes de que el cáncer que aquejaba a Ninapayta se agudizara. El problema era que existían distintas versiones de los cuentos, y nuevas revisiones estaban en camino cuando Ninapayta se agravó, ingresó en la clínica (había regresado a Lima a fines de 2011), salió, volvió a ingresar, regresó a su casa a hacer la convalecencia, y lamentablemente luego falleció.

En las próximas semanas, la Editorial Peisa y la Universidad ESAN publicarán El arte verdadero y otros cuentos. En ese libro, se hallan las versiones finales que Ninapayta escribió de cada relato. El trabajo de edición, como puede inferirse, se limitó a establecer las versiones definitivas de los textos y, en muchos casos, las versiones definitivas de determinados bloques, pasajes u oraciones de los cuentos.

¿Qué diferencias hay entre el primer libro de relatos de Ninapayta, el celebrado Muñequita linda, y El arte verdadero? Muñequita linda es un conjunto antológico por la excelencia de los cuentos, por la diversidad de los héroes, por la polifonía de las voces, por la variedad de los puntos de vista, por la diversa factura de los temas y hasta por la múltiple impronta de la herencia literaria. El arte verdadero es un libro orgánico. Es resultado de la madurez narrativa de Ninapayta.

El arte verdadero ha alcanzado su organicidad gracias a un héroe que, en seis de los siete cuentos, cambia de nombre y de rostro, pero conserva su esencia. La historia es diferente en los relatos, pero un mismo sentido surge de las entrañas de la anécdota. La multiplicidad literaria aflora de vez en cuando, pero una sola trocha de la tradición es la que se sigue.

¿Cuál?

En primer lugar, en lo que a la tradición peruana se refiere, Ninapayta nos retrotrae a principios de la República y remite a Ricardo Palma, pasando por Diez Canseco y recalando en Ribeyro para mostrarnos como preocupación central personajes casi populares o populares a secas, a los que aplica, como sus predecesores, un tratamiento democrático y compasivo. Ninapayta ha aprendido de Palma el humor, lo ha filtrado con las enseñanzas de Pardo, Segura, Bryce, Gregorio Martínez, para conseguir una amalgama insólita: el humor como matiz mitigador de conflictos dramáticos. A la manera del Ribeyro de Silvio en El Rosedal o del Loayza de Otras tardes, Ninapayta ha buceado e interiorizado en el ánima humana, pero sin la seriedad de aquellos. Por el contrario, ha movilizado con intensidad escenarios, eventos y personajes, pero ha conseguido el equilibrio justo entre acción y reflexión, entre la superficie de los acontecimientos y la subjetividad de los héroes, y ha agregado el humor. Sin duda, el elemento vertebrador ha sido la voz narrativa, una voz que a veces adopta la perspectiva del narrador descriptor, otras la del héroe, más allá la de un personaje secundario, voz que después se fusiona con los parlamentos de otras criaturas.

Sin dejar de ser divertidas, las historias de Ninapayta hacen invisible un fondo inquietante. Son divertidas historias de personajes que viven dramas permanentes. El ritmo de «Que sigan los éxitos» —el cuento que abre el conjunto— es, por ejemplo, intenso, y se intensifica a medida que avanza la historia, y la historia entretiene por sus peculiaridades, pero cuando la historia ha llegado al clímax y este se resuelve de forma dramática para el protagonista, ni el personaje ni el narrador se sienten compungidos. El personaje quiere persuadirse de que no ha pasado nada, que hay que ponerse a hacer cosas. El tono, entonces, se morigera y el narrador describe, pero en esa descripción el lector percibe que la procesión va por dentro; el cuento se cierra con esa descripción (léase el párrafo referido después de este artículo).

En efecto, Ninapayta ha querido divertir, pero divertir en serio, siguiendo la antiquísima tradición de agregar esencia al divertimento. Con los cuentos, uno se entera de datos específicos de microcosmos particulares: en un relato, acompañamos a los asistentes cotidianos y rijosos de un sórdido teatro de barrio popular; en otro texto, miramos de cerca las actividades principales de un modelo de pierna venido a menos; en otro cuento, seguimos las vicisitudes de un panadero francés que busca la fórmula perfecta del bocadillo nacional. Pero mientras el barullo se incrementa y el escenario enciende sus luces y la multitud brama, algo menos colorido pasa en el interior del personaje, aun cuando eso que pasa solo pueda ser pensado y transcrito en el dialecto del protagonista (léase el fragmento del cuento que da nombre al libro, reproducido después de este artículo).

Por supuesto, el aporte mayor de los cuentos de Ninapayta excede largamente los límites de la anécdota. ¿Qué nos ofrecen esos cuentos, además de historias divertidas como son las historias de El arte verdadero? Cada lector sabrá extraer una conclusión particular, pero baste decir, por mi parte, que el conflicto existencial late en esos personajes populares o casi populares, criaturas que se erigen en emblemas de la fauna latinoamericana y en especial peruana. Si no es el engaño o la resignación, es el autoengaño el que permite la movilidad del día a día. Al final de los textos, más o menos extensos, con excepción de uno solo de los cuentos, quedamos aliviados por no ser esos personajes ni padecer sus circunstancias, pero, al mismo tiempo, quedamos identificados con ellos y sus dudas y aspiraciones.

En mi opinión, los siete cuentos de El arte verdadero constituyen artefactos literarios aparentemente sencillos, singulares por su oculta complejidad. Son relatos para disfrutar y admirar. Primero hay que disfrutarlos y solo disfrutarlos. Después, en la relectura, uno puede empezar a admirarlos. A descomponerlos, a ver cómo hace Ninapayta para alcanzar los varios efectos de sentido que consigue. Un logro —que el autor siempre persiguió— es que los personajes superan la humilde dimensión del papel y se convierten en interlocutores vivos que bien pueden interpelar al lector. Otro de esos logros es la naturaleza de las historias, que remiten a inquietudes centrales de la persona humana. Un logro más es la prosa, que acompaña al ritmo de la historia y la configura de manera tal que, en un tramo y otro, la voz narrativa es todo y entonces no distinguimos palabras fuera de la historia, historia fuera de las palabras. Y más logros aún.

Fragmento del cuento «Qué sigan los éxitos», de Jorge Ninapayta

Se dirigió a la cocina con la bolsa de herramientas. El caño del lavadero tenía la empaquetadura un poco gastada y últimamente dejaba salir agua por la manivela. Cerró la llave general, desarmó el caño por completo, sacó la empaquetadura, que efectivamente se había desgastado, y puso otra nueva; aprovechó para cambiar el trompito de jebe. Se demoró un rato más limpiando la mezcladora del caño con un tirabuzón. Cuando terminó de poner el caño en su sitio abrió la llave general. Ya eran las dos. Abrió el caño y el agua empezó a salir, con mayor presión que antes. Abrió más el caño, ahora el agua caía rebotando y salpicando, un chorro potente y espumoso, puso las manos debajo y el agua casi las empujó y siguió de largo hacia abajo, por el sumidero, como si nada pudiera detenerla. Permaneció largo rato viendo pasar el agua, bajar para perderse, sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

Fragmento del cuento «El arte verdadero», de Jorge Ninapayta

Esa noche, la obra no requirió ningún apoyo, todos los actores subieron a escena. Los cinco primos habían concurrido puntuales, también las tres primas ya recorridas y matreras, deseosas de convertir a la prima provinciana en una mujer más avispada, para que dejara de ser tan lenta, tan monga, porque para eso había venido a la capital, ¿no? Todas se desesperaban por enseñarle secretos sobre los hombres. Sin embargo, la provinciana era dura de entendederas, y de noche, cuando iba al baño, se equivocaba de habitación (así de tonta era) y se metía en la de los muchachos, los veía durmiendo medio desnudos y se preguntaba, mientras los toqueteaba a su gusto, ¿qué era eso que tenían en el pecho?, eran vellos, se decía pensando en voz alta, algo de lo cual carecían las mujeres, y se agarraba las tetas; se preguntaba luego por ese bulto entre las piernas de los hombres, que ella no tenía, justo cuando el dormilón se daba la vuelta entre sueños y el respetable gritaba desde las penumbras: «¡Agárralo!», el momento de más vergüenza para Patricio, que volvía a odiar a Quasimodo. Hubiera querido pararse y gritar, público amigo de La Victoria, no mostréis vuestro lado menos civilizado, no hagáis creer a los demás que sois seres incultos… aunque sabía de antemano que no era el camino. Más práctico hubiera sido cantarles sus verdades, ¡cállense, carajo!, ¿no me ven esta noche acompañado de una dama?, hagan el esfuerzo por parecer gente decente y no las cagadas que son. Pero de nada hubiera valido en ese bronco griterío entreverado de chiflidos y voces en falsete. Miró a Belinda, que seguía observando atenta, como si el griterío no existiera, mirando lo que esta miserable pantomima tenía de teatro, la esencia, lo cual en el fondo, bien en el fondo, acaso era de la misma clase de las grandes obras que habían llenado los teatros de todas las épocas, desde el teatro griego al aire libre hasta el moderno, el arte existencialista y todas esas jaranas, pasando por supuesto por el mismísimo Shakespeare, nada menos.


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