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El escarabajo K.

(Cien años de La metamorfosis)

Con La metamorfosis, Kafka logró el relato perfecto. También coronó el relato perfectamente kafkiano, aquel que desarrolla hasta las últimas consecuencias la visión de una condición humana que es, por principio y en esencia, injusta.

Paúl Llaque

Publicado: 2015-09-15


En muchos de sus relatos, parábolas y alegorías, Kafka se preocupó de identificar su vida con su obra. Y de generalizar su identidad con la de todos los hombres. Como la mayoría de escritores, Kafka es sus personajes. Algunos de ellos, los más significativos, potencian aristas de su personalidad o agudizan sus obsesiones en situaciones extremas. Kafka se esmera en evidenciar el vínculo: sus diarios y manuscritos son firmados con una K.; el bancario de El proceso y el agrimensor de El castillo se apellidan K.; el cadáver viviente de «El cazador Gracchus» se llama Gracchus, es decir, Grajo (kafka en checo significa ‘grajo’, ave similar al cuervo). En la onomástica de esos personajes emblemáticos de lo kafkiano, Kafka ha gritado a voz en cuello que está hablando de él.

En sus escritos de no ficción, Kafka también reveló su conciencia onomástica. En el «Aforismo 32», deja bien sentada una premisa que recorre su narrativa: «Los cuervos afirman que un solo cuervo podría destruir el cielo. Eso es indudable, pero no es ninguna prueba contra el cielo porque cielo significa, justamente, imposibilidad de cuervos»[1]. En otras palabras, el cuervo, o sea Kafka, y con Kafka nosotros, estamos imposibilitados de acceder al sentido de lo trascendental.

En La metamorfosis (título erróneo; el original alemán debió traducirse como La transformación), Kafka borró la filiación onomástica. Y si bien en ese relato no encontramos ningún personaje K. (el protagonista se llama Gregor) ni ningún grajo o cuervo (Gregor es un escarabajo[2]), Gregor Samsa, el viajante de comercio que despierta «una mañana de un sueño inquieto […] convertido en un monstruoso insecto»[3], es Kafka. El Kafka esencial.

Para pasar desapercibido, Kafka imagina un lector ideal que reproduce su talante frente al mundo: pasmado, interrogante, incapaz de acceder al cogollo de la existencia. Y esa posición narrativa implica una decisión de escritura: los hechos se presentan de forma neutra; el narrador es objetivo y preciso, sin opinar ni trasuntar emoción alguna, ni ocultar sus ideas en las palabras del personaje. Ni siquiera se permite especular, a diferencia del inicio de El proceso: «Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana»[4]. En ese sentido, si en otros relatos, por las características del género (alegoría o fábula) o por una decisión estilística, no logra abstraerse de la moraleja o el comentario, en La metamorfosis Kafka consigue fusionar alegoría, fábula y paradoja como elementos inmanentes de la historia, no como mensaje intelectual del narrador.

Además de ser la mejor historia de Kafka, La metamorfosis es su relato más personal e íntimo, porque, para decirlo con una metáfora, está escrito con sangre. Kafka lo escribió entre el 17 de noviembre y el 6 de diciembre de 1912, en las pausas que le dejaban la escritura de la novela que después habría de titularse América o El desaparecido y la redacción de encendidas cartas de amor a Felice Bauer, que iba a convertirse en su siempre postergada novia. En un período de especial fertilidad creativa (recién conocía a Felice), Kafka escribió una correspondencia cuya intensidad reveló a un grafómano singular: los dos tomos de esas cartas testimonian una fecundidad cuya fortaleza se incrementaba mientras más escribía[5] . Dotado de una creatividad lógica asombrosa para pincelar una historia en principio imposible, Kafka delinea un extremo diferente en sus cartas. Estas se desbordan sentimentalmente. Son líricas hasta el ridículo. Contrastar La metamorfosis y las cartas que Kafka redactó mientras escribía su relato permite asomarnos a uno de los agujeros negros de la creación artística: la contradicción de base que el inconsciente asume para forjar una trama y un estilo frutos de la metonimia existencial.

Con La metamorfosis, Kafka logró el relato perfecto. También coronó el relato perfectamente kafkiano, aquel que desarrolla hasta las últimas consecuencias la visión de una condición humana que es, por principio y en esencia, injusta. La metamorfosis es relato perfecto por su extensión: se puede leer de una sola sentada y el tratamiento de la anécdota y los personajes satisface tanto al lector de relatos breves como al de novelas extensas. Es relato perfecto por la perspectiva y voz: el narrador adopta el punto de vista neutral e impotente del lector frente a la historia, y la voz, sin renunciar a la omnisciencia, es exacta hasta la escrupulosidad. Es relato perfecto por la poética de su escritura: cuenta una anécdota con un inicio imposible (o fantástico) que se resuelve y trivializa con un despliegue minuciosamente realista. La voz y el foco narrativos son justos y simétricos con los personajes y los eventos. Y si bien contrasta caracteres disímiles entrampados en problemas sociales, los aprovisiona de suficiente humanidad para dar margen al matiz, a la contradicción y al cambio. La metamorfosis es la alegoría perfecta: el más ruin de los bichos es el más empático de los humanos.

A cien años de su publicación (se editó en octubre de 1915, en la revista Die Weißen Blätter), el magisterio de Kafka en La metamorfosis adviene meridiano. La gran narrativa no es producto de la representación realista o fantástica; contrasta, fusiona o unimisma dominios opuestos; es extraña por ser profundamente nuestra. La historia debe importar, pero solo en la medida que permita acceder a la esencia de lo humano. Para orbitar alrededor de lo humano, se comienza con la biografía inmediata pero desterrando el egotismo. Finalmente, lo increíble debe ser verosímil. Y perfecto. Y esto último solo es posible con la relojería de la escritura.


[1] Franz Kafka. Cuadernos en octava. Madrid: Alianza, 1999.

[2] Vladimir Nabokov (Curso de literatura europea. Barcelona: Bruguera, 1983), que además de novelista era entomólogo, estableció con exactitud que Gregor era un escarabajo. Añadió: «En el texto original alemán la vieja asistenta le llama Mistkäfer, «escarabajo pelotero». Es evidente que la buena mujer añade el epíteto con intenciones amistosas. Técnicamente, no es un escarabajo pelotero. Es solo un escarabajo grande (debo añadir que ni Gregor ni Kafka lo ven con excesiva claridad)».

[3] Franz Kafka. La metamorfosis. En: Cuentos completos (Textos originales). Madrid: Valdemar, 2000.

[4] Franz Kafka. El proceso. En: Obras completas I. Barcelona: Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores, 1999.

[5] Franz Kafka. Cartas a Felice y otra correspondencia de la época del noviazgo. 1, 1912. 2, 1913. Madrid: Alianza, 1977. 2 vol.


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