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Jorge Ninapayta de la Rosa. © Foto de Leslye Valenzuela

Muere el gran escritor Jorge Ninapayta

Por Paúl Llaque

Publicado: 2014-06-08

Hoy, 8 de junio de 2014, a las 3:50 de la madrugada, ha fallecido el gran escritor peruano Jorge Ninapayta de la Rosa. Había nacido en Nasca en 1957, y vivía en Lima desde que empezó la secundaria, con un intervalo de diez años en Nueva York, donde laboró como docente universitario. Fue el laureado autor de Muñequita linda, libro compuesto por diez cuentos galardonados en distintos eventos nacionales e internacionales. Ganó el Primer Premio del Cuento de las Mil Palabras de la revista Caretas (Lima, 1994) y el Premio Internacional Juan Rulfo (París, 1998). Ricardo González Vigil consideró a Muñequita linda el mejor libro de cuentos publicado en el año 2000; dos de los relatos del volumen —el que le da título al libro y «García Márquez y yo»— aparecieron en varias antologías del cuento peruano y latinoamericano. En 2003 Seymour Menton lo incluyó en la afamada selección El cuento hispanoamericano (México: Fondo de Cultura Económica), al lado de las figuras mayores del relato breve en el continente (Borges, Rulfo, García Márquez, Cortázar, Onetti). En 2005 publicó una novela corta, La bella y la fiesta, cuyos logros narrativos aún no han sido plenamente destacados. En 2013 entregó a la imprenta Lima en el ensayo literario peruano. Deja un libro de cuentos inédito, El arte verdadero, cuya excelencia literaria he tenido oportunidad de disfrutar gracias a la amistad que me une con Jorge. Espero que pronto esté al alcance de más lectores: encontrarán exquisitas perfecciones en ese libro.

carátula de la edición peruana de muñequita linda

Porque Jorge Ninapayta siempre aspiró al texto perfecto. Detrás de la brevedad de su obra, se oculta un intenso trabajo de orfebrería. Ninapayta elegía las palabras después de un proceso de selección que parecía inacabable, tarareaba en silencio el ritmo de las frases, volvía sobre el párrafo, el bloque o el capítulo. Se compenetraba con el personaje y con la escena; miraba el conjunto de la acción y regresaba sobre el héroe para corroborar el diseño y volverlo a rehacer; no estaba medianamente satisfecho hasta que el personaje trasuntara humanidad, una condición preñada de coherencia, pero también de contradicción. Si un personaje no contagiaba vida, era eso: un personaje, entidad hecha de papel. Para Ninapayta los personajes advenían personas cuyas trayectorias su imaginación y la imaginación de sus lectores debían consensuar. Y como todo escritor de perfil clásico, aspiraba a que su narrativa impregnara intuiciones y densas emociones al lector.

San Isidro, año 2000. De izquierda a derecha: Marco Martos, Jorge Ninapayta, Enrique Carrión y Paúl Llaque. Presentación del libro Muñequita linda, de Jorge Ninapayta

En Muñequita linda, los personajes son inocentes caricaturas de sí mismos. Son perdedores que no saben que lo son; son grises comparsas en un universo que los ha confinado a la periferia. Su ingenuidad reside en no haber tomado conciencia del entorno o de sus limitaciones. El personaje narrador sin nombre de «García Márquez y yo» es un corrector de estilo que cree haber alcanzado la gloria literaria cuando agregó una coma de rigor en el manuscrito de Cien años de soledad; nadie lo sabe, pero él se siente coautor de la gran novela del Nobel colombiano. Y en «Muñequita linda», cuatro ancianos abandonados por sus familias comparten el amor de Muñeca, un objeto inflable cuyo usufructo sexual se alternan en concordia. Los viejos se entristecen y lloran, y realizan un funeral del pedazo de hule cuando este ya no tiene arreglo. Pero esas historias falsamente sórdidas y de una ironía tierna no se resuelven de manera tragicómica; hay un drama atenuado que insufla auras en el ambiente y que nos hace sentir que es así la vida: una serie de situaciones absurdas que revelan nuestra magra humanidad.

carátula de bambolina bella e altri racconti, versión italiana de muñequita linda

El arte verdadero es un libro de cuentos que supera con creces a Muñequita linda. Los personajes también son perdedores, pero con ambiciones. Les queda la esperanza. Creen poder ganarle a su circunstancia, a límites imposibles, viven el presente huyendo de un pasado que siguen repitiendo. El personaje del relato que da nombre al segundo libro de Ninapayta ha descubierto el amor en una estudiante de teatro para quien las tablas son arte puro. La enamorada, sin dejar de ser la dramaturga que siempre soñó, debe, sin embargo, dirigir y actuar en comedias eróticas ante una audiencia impresentable y morbosa. Y en «Que sigan los éxitos» el protagonista cree seguir siendo un modelo de pierna ganador, pese a que se acerca a la cincuentena y sobrevive solitario, postergado de fama, de dinero y de afectos, en un departamentito derruido donde las cañerías se atoran, gruñen y, al igual que el personaje, fluyen con contramarchas. En «Todo es relativo», el protagonista intenta superar la ley de gravedad, aun cuando sabe que es imposible y que lo más probable es que muera en el intento.

He conocido pocos escritores como Jorge Ninapayta. Generoso y desinteresado, desprovisto de egocentrismo, sin intereses de figuración social. Para Jorge escribir formaba parte natural de la existencia cotidiana, afrontaba la escritura inseguro, como si se tratara de un quehacer al mismo tiempo azaroso y racional, placentero y difícil; no cumplía con horarios rígidos, pero sus actividades laborales las realizaba en función de ese oficio cuya esforzada fluidez aparecía de improviso. Su obra narrativa —breve, destilada, pulcra— se condice bien con la vida del autor: sus epifanías son contadas, pero recompensan con holgura al interlocutor. Tuve el privilegio de trabar amistad con él en 1982. Desde entonces, esa amistad se consolidó y robusteció. Su habitual discreción, que llegaba a extremos proverbiales, evitó que sus amigos más cercanos nos enteráramos, hasta hace solo unas semanas, de que padecía un cáncer agresivo desde hacía seis años. No deja de incomodar que en la plenitud de sus facultades narrativas, después de un intenso aprendizaje que jamás cesó, se haya ido. Nunca podré agradecerle suficientemente sus lecciones de narrativa. Ni su ejemplo de auténtico escritor.

"García y márquez y yo", cuento con que jorge ninapayta ganó el premio cuento de las mil palabras 1994, de la revista caretas


GARCÍA MÁRQUEZ Y YO

Por Jorge Ninapayta de la Rosa

Extraños fueron los caminos que me llevaron hacia la gloria. Ahora que repaso mi vida puedo apreciarlo con claridad. El día que yo cumplía veintitrés años, en un bar del Callao, una gitana circunspecta y de carnes enjutas me leyó la suerte en las cartas. Luego, con tono solemne, me dijo que yo haría algo muy importante en la vida; «algo grandioso», fueron sus palabras.

La verdad, no fue una gran sorpresa para mí, porque siempre estuve convencido de ello. Aunque pensaba que no era necesario ejecutar algo desmesurado; un aporte a la Historia, por pequeño que sea, es un logro notable. Y mientras llegaba el momento esperado, me desempeñaba como corrector de textos en una editorial de libros de teología.

Cuatro años después, partí del Callao en un barco carguero que me llevó por varios puertos de Sudamérica. Así inicié un periplo que duró más de diez años. Me ganaba la vida corrigiendo textos. Lugar a donde llegaba, averiguaba sobre las editoriales o los diarios más conocidos y allá iba a ofrecer mis servicios. 

La corrección de textos es un oficio mal reconocido. Y no es una tarea fácil, aunque muchos la consideren una ocupación ancilar y de poco fuste. En este trabajo hay que dominar no solo la ortografía, la gramática, la sinonimia; también el ritmo y la cadencia de las frases. Muchas veces, incluso, hay que adivinar lo que el autor quiso decir. La experiencia brinda destreza al buen corrector; con los años, basta una rápida ojeada a las primeras frases de un texto para medir la calidad de su autor, para saber si estamos ante un profesional de la pluma o ante un pelmazo que ensarta palabras.

El año más importante de mi vida fue 1967, que me halló viviendo en Buenos Aires. Trabajaba corrigiendo libros técnicos, boletines, algunos volúmenes de cuentos, en una editorial de cierta importancia, luego de haberme rebajado a fungir de ayudante de cocina en un restaurante japonés. No pasaba nada especial en mi vida, y ya empezaba a dudar de mí mismo. Hasta que cuatro meses y medio después de haber entrado a esa editorial, llegó a mis manos un texto grueso en un sobre manila. Era una novela, me dijeron, a la cual debía hacerle la corrección. «Apúrate, el editor quiere entrar a imprenta dentro de una semana».

Es lo usual en todas partes: los editores siempre andan apurados y quieren que uno también se apresure a último momento, cuando ellos han perdido tiempo valioso sacando cuentas sobre costos de producción y esas banalidades.

Hojeé sin ganas las páginas, esperando encontrarme con algún farragoso texto de estilo regionalista y temática sollozante, de los que aún sobrevivían por esos años. Pero sucedió algo inesperado; desde las primeras páginas de esa novela quedé sacudido. Yo había leído antes algo de ese autor, unos cuentos, creo; pero esa novela, que en la primera página anunciaba Cien años de soledad, era, definitivamente, una obra notable y original.

Me entretuve más de la cuenta repasando con delectación cada capítulo, cada párrafo, cada línea. Cada frase llamaba a la siguiente con naturalidad, engarzándose como en una gran joya de finos arabescos, y la historia avanzaba envolviéndome en su universo de maravilla. No le hallaba error de ninguna clase, ni siquiera alguna mácula ortográfica.

Mi labor, esa vez, se redujo solo a cotejar el original con el texto que iría a imprenta, a identificar las faltas de la digitadora. Sin embargo, parecía que hasta ella, una gorda mendocina que solía resollar mientras aporreaba las teclas, se había contagiado de esta voluntad de perfección y había olvidado sus frecuentes errores. Y mientras realizaba mi labor, pensaba que algo así, precisamente así, me hubiera gustado escribir. Y me acordé de lo que me dijera la gitana.

Yo avanzaba la lectura de la novela sin hallar ninguna falta. Cada hoja revisada la ponía sobre una bandeja, de donde era llevada por un empleado al editor. Hasta que, un poco después de la mitad, hallé algo que me sobresaltó: un vocativo sin su coma. En un diálogo, el coronel Aureliano Buendía era llamado por uno de sus lugartenientes, y el nombre aparecía sin la coma de rigor. Pensé que debía ser descuido de la digitadora, no podía haber otra razón. Pero cuando revisé el original, fue mayúscula mi sorpresa al comprobar que allí tampoco aparecía la necesaria virgulilla. El autor, el maestro, se había equivocado. ¿Era posible? Quizá de tanto revisar y rehacer las frases. A veces sucede.

Que Dios me perdone, pero confieso que me alegré de esa circunstancia, pues para entonces estaba convencido de que esa novela haría historia. Claramente sentí en ese instante que una voz me llamaba desde arriba y, con tono exhortativo, me indicaba que había llegado el momento. Mi momento.

Volví a mirar el vocativo, que parecía como abandonado, inerme, sin su coma. Y, entonces, ya no me quedaba más que cumplir con mi labor, hacer mi aporte. Así es que tomé mi gruesa pluma de tinta líquida, tratando de sortear un temblor que al inicio amenazó con debilitar mi mano, inspiré larga y lentamente, calculé la distancia, la presión necesaria, y esta vez con mano segura y pulso firme puse la coma: un punto grueso con una colita hacia abajo, como mandan los cánones, tanto en la versión de la digitadora como en la del autor. Eso fue todo. Eso fue suficiente.

El resto es historia. La novela prácticamente instauró una nueva manera de narrar, se realizaron varias ediciones de ella y se vendieron millones de ejemplares. Yo permanecí en Buenos Aires solo hasta la tercera edición. Volví al Callao, donde ingresé como corrector en una dependencia del Ministerio de Educación. Me casé, tuve tres hijos, fui feliz: ya nada importante. Años más tarde me jubilé.

Mi vida después ha consistido en mantenerme atento al derrotero editorial de la obra. En cuanto una nueva edición llegaba a librerías, corría a conseguir un ejemplar, un poco para hacerle honor a la novela, pero sobre todo para verificar la presencia de mi coma, si es que continuaba allí. Y, por supuesto, allí estaba, bien afincada, cumpliendo su función cabal, y hasta me parecía que resaltaba más que los otros signos cercanos.

Ahora que mi modesta pensión de jubilado no me permite comprar las nuevas ediciones —algunas notablemente lujosas—, solamente puedo dedicarme a admirarlas. Entro en esos elegantes recintos de libros del centro, sorteo al vendedor que me mira con gesto despreciativo, ubico la nueva edición, llego hasta la página indicada —que varía según la editorial y las picas— y veo mi coma. Y cuando leo el párrafo pertinente y recuerdo todo el reconocimiento que ha obtenido la obra, que ha contribuido a ganar el Nobel para su autor, yo también siento orgullo y se me hincha el pecho de emoción. En esos instantes percibo claramente cómo el aliento de la gloria me roza la cara y revuelve mis cabellos canos, y me siento orgulloso —muy orgulloso— por esa novela que hace mucho, en un tiempo ya lejano, escribimos García Márquez y yo.



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