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La república, 8 de septiembre de 2013

Un discreto pero estimulante Vargas Llosa

Por Paúl Llaque

A cualquier lector le resultará sumamente gratificante por la historia, y bastante estimulante por las implicancias que sobre el pathos peruano esboza. El texto se lee de un tirón. Para los nuevos lectores de Vargas Llosa, el relato divertirá con pasajes casi policiales o de melodrama familiar, y los lectores peruanos se identificarán con los espacios referidos de Lima o Piura, actualizados respecto a los equivalentes de Conversación en La Catedral o La casa verde, hecho que habla muy bien de la vocación realista del autor. Para los antiguos lectores del Nobel peruano, dados los guiños y homenajes que el relato ofrece a granel y que traza vasos comunicantes con sus novelas anteriores, El héroe discreto constituirá un reconfortante chapuzón en el océano Vargas Llosa.

Publicado: 2013-09-22

La nueva novela de Vargas Llosa es un relato bien escrito, con una historia cautivante que pone en estafeta el ánima peruana actual. Pese a ello, se trata de un vargasllosa discreto, es decir, una de esas novelas cuyo moderado aporte literario confirma el talento de una firma esencial de la novela contemporánea. El nuevo vargasllosa se halla remoto de la obra magna: La guerra del fin del mundo, a cuyas cumbres novelísticas en América Latina solo llega Cien años de soledad. Se encuentra lejos también de sus otras dos obras maestras: Conversación en La Catedral y La casa verde, e incluso lejana de la factura de dos novelas importantes como La fiesta del Chivo o La ciudad y los perros. Pero además de ser un relato bien logrado que retoma viejas inquietudes del autor, el nuevo vargasllosa actualiza esas inquietudes y en más de un sentido les da una vuelta de tuerca. Porque, más allá de la anécdota y sus recursos narrativos, lo que esta novela estimula es el debate sobre la imagen actual del país. El nuevo vargasllosa trasunta una atmósfera que, sobre el Perú y su pathos colectivo, adviene literariamente inédita.


Dos historias paralelas


En veinte capítulos, El héroe discreto (Madrid: Alfaguara, 2013) desarrolla dos historias paralelas que se fusionan al final del capítulo XV, cuando dos terceras partes de la novela han sido recorridas: un personaje de la segunda historia aparece en la primera (si bien es cierto que en el capítulo III un personaje de la primera historia menciona al personaje de la segunda). Se trata de un recurso al que Vargas Llosa ha apelado en relatos anteriores, que alcanza su mayor virtuosismo y complejidad en la obra magna, debido, entre otros prodigios, a la cantidad de historias paralelas pergeñadas. En el nuevo vargasllosa, son solo dos historias. La primera corresponde al héroe discreto, a Felícito Yanaqué, pequeño empresario piurano de éxito y de origen popular. Es un hombre que a base de esfuerzo ha pasado la cincuentena sin problemas económicos, con dos hijos adultos que trabajan para él, con una esposa perdida en el anonimato de los quehaceres domésticos y de mínima comunicación con él, y con una querida que, además de joven, es guapa, lo satisface sexualmente y le incrementa la autoestima. Es dueño de Transportes Narihualá, empresa que presta servicios interprovinciales. Al inicio de la novela, lo encontramos súbitamente afligido por una carta firmada con un garabato que semeja una arañita y en la que se lo coacciona a que pague un cupo mensual a una banda organizada, para evitar daños a su empresa, a él mismo o a su familia. Pero Yanaqué, que siempre ha trabajado duro y nunca ha incurrido en actos deshonestos ni pusilánimes, decide denunciar el hecho, por lo que los delincuentes le provocan un incendio a su empresa. Lejos de amedrentarse, Yanaqué publica un aviso en El Tiempo, en el que anuncia que no pagará a los facinerosos, con lo cual se gana la admiración de Piura y la preocupación de sus amigos y familiares. Como represalia su amante es secuestrada y Yanaqué, como estrategia de lucha, pues no piensa claudicar, decide publicar otro aviso cifrado en el que informa que accederá al chantaje. Una vez liberada, la amante cae en contradicciones ante la policía, que descubre que detrás del desaguisado se encuentran nada menos que ella misma y el hijo mayor de Yanaqué.


La historia paralela ocurre en Lima y es la de Rigoberto y su jefe, Ismael Carrera. Estos personajes pertenecen a la clase media alta en el caso del primero, y a la clase pudiente en el caso del segundo. Rigoberto es el personaje a través del cual nos enteramos de la vida de su jefe, dueño de una empresa de seguros. Ismael Carrera, que tiene ochenta y dos años bien llevados, le confía a Rigoberto que piensa casarse con su ama de llaves, cuarenta años menor que él. Todo estaría bien si no fuera por los mellizos, hijos del primer matrimonio de Ismael, a quienes se los conoce como «las hienas», Miki y Escobita, dos buenos para nada, que han demostrado en varias oportunidades estar apurados con que el padre fallezca para heredarlo. Ismael Carrera se casa casi clandestinamente; Rigoberto es uno de los testigos. Una vez casados, los novios viajan al extranjero. Días después, los mellizos arremeten contra Rigoberto y, al no conseguir que se coloque al lado de ellos para anular el matrimonio, le abren procesos judiciales con un sinnúmero de pretextos. Cuando los novios vuelven de la luna de miel, Ismael Carrera informa a Rigoberto que ha vendido la empresa a una multinacional italiana, es ahora muy rico y piensa disfrutar sus últimos años al lado de su mujer, liberará a Rigoberto de los juicios, pero una hora después fallece. Armida, la mujer de Ismael, asustada con el furor y la desesperación de las hienas, escapa después del funeral y se va a esconder a Piura, en casa de Felícito Yanaqué, su cuñado.


El Perú, cuarenta y cuatro años después


Si algo hay que agradecer al nuevo vargasllosa, es su capacidad para sopesar las expectativas actuales. Cuarenta y cuatro años después de Conversación en La Catedral (1969), El héroe discreto toma pulso al ánima peruana. Con ojos del protagonista Zavalita, el universo limeño aparecía en Conversación… triste y desolado, deficitario por donde se le mirara; basta con citar las últimas palabras del negro Ambrosio con que se cierra esa obra maestra: «Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría ¿no niño?». Y el interlocutor, el otro gran interlocutor de esa conversación, no era solo el protagonista Zavalita, sino todos los peruanos de entonces, que, al igual que los personajes de la novela, padecían una nueva dictadura.


En El héroe discreto, las cosas son distintas. El Perú es otro. El sombrío, deprimido y desubicado social y existencialmente Zavalita ha dado paso a Felícito Yanaqué, un exitoso empresario cholo, un self-made men, un rey del mambo, un ya-no-va-más criollo, el-que-la-rompe pese a los obstáculos y que cuenta con una sola arma: su coraje, que ora se traduce en un esfuerzo laboral sostenido, sin pausa; ora se expresa como una ética en sus relaciones con los demás insobornable. Antes de ser empresario, Yanaqué ha trabajado en los más indecibles y humildes oficios; al mismo tiempo, siempre ha mostrado una dignidad a prueba de balas, siguiendo el ejemplo y consejo de su padre, quien antes de morir le dijo: «Nunca te dejes pisotear por nadie, hijo. Este consejo es la única herencia que vas a tener».


En El héroe discreto, hemos pasado de un Perú vallejiano a un Perú vargasllosiano. Dicho de otra forma, el Perú sombrío e inalcanzable, que mostraba impúdico sus contradicciones, se ha metamorfoseado en un Perú que, sin haber cicatrizado sus llagas, las ha disimulado bien y emite ahora brillos y triunfos ante la comunidad internacional. Si Conversación… es una novela deprimente y profunda, El héroe discreto es una novela optimista y ligera; no es que el autor haya cambiado tanto en cuatro décadas; es el país el que ha transformado su horizonte inmediato. Si en Conversación en La Catedral el personaje principal ponía en tela de juicio varias certezas del limeñocéntrico sistema social del Perú y se mortificaba por el devenir colectivo, en El héroe discreto no existe cuestionamiento alguno sobre el país y el único futuro que se avizora es, además de promisorio, individual, y despega en bus de provincia. La opción individualista se ha impuesto sobre la colectiva; ahora, por primera vez en la historia del Perú, la provincia compite con Lima. Zavalita ya fue. Ese jovencito miraflorino —parece decirnos in absentia el novelista— pertenecía a un Perú de mediados del siglo pasado y encarnaba las incoherencias de una clase media limeña que, colgada del poder de turno, vivía cómodamente. En las primeras décadas del Perú del siglo XXI, la amígdala peruana, el estado emocional del país es otro: brilla con el sol de Piura, es comarcal e internacional (la cuñada de Yanaqué goza, al final del relato, de una posición económica envidiable en Italia), se basa en una ética del trabajo que también debe ser una ética a secas. La representatividad de ese país emergente, próspero, saludable y maduro la encarna el héroe discreto: Yanaqué, en primer lugar, pero también Ismael Carrera, y por supuesto Rigoberto, miembro de las antiguas familias Zavalitas que han agregado, a la ética de Yanaqué, un gusto y refinamiento por las altas humanidades y el arte. Y por el disfrute, pues este aparece aquí como el relajante que democratiza la paz inmediata en los distintos segmentos económico-sociales. A veces ese placer es erótico, pero no siempre.


La pregunta básica que recorría de principio a fin Conversación… era cuándo se había jodido el Perú y con el Perú, la mayoría de peruanos. Tal inquietud no aparece en El héroe discreto; incluso el incremento de las actividades delictivas es interpretado, desde las entendederas del sargento Lituma, como un indeseable efecto del progreso económico. Cotéjense el final de Conversación…, citado antes, y el final de El héroe discreto: «Ahora, Rigoberto [pero también podrían ser Yanaqué y, a fin de cuentas, la mayoría de peruanos], aliviado, moviendo la cabeza, sonreía, se reía también, reconciliado con su hijo, con la vida. Habían atravesado la capa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión». Si a la sociedad de Zavalita solo le quedaba dejarse morir por inercia, a la sociedad de Felícito Yanaqué y Rigoberto le toca irse en coche o, mejor aun, en avión. No es gratuito que El héroe discreto se cierre con ese final: Rigoberto y su familia, y Yanaqué y su mujer vuelan a vacacionar a Europa.


Pathos y logos enfrentados


Al igual que muchos novelistas de primera línea, Vargas Llosa no es ajeno —nunca lo fue— a las contradicciones literarias o ideológicas. En ese sentido, El héroe discreto está en las antípodas del balance que sobre la cultura el autor publicó un año antes en La civilización del espectáculo (2012). Si en ese ensayo, la cultura, la alta cultura estaba en crisis por la deleznable prioridad de entretener, lo que era acompañado por los amaneramientos, caprichos y desbordes formales de los artistas e intelectuales, la cultura del progreso patente en El héroe discreto es altamente elogiada. Si para Vargas Llosa en el referido ensayo, la alta civilización anterior a la actual fue mejor, en el nuevo vargasllosa la sociedad peruana del presente es mejor que la pasada y a la del futuro le esperan mayores satisfacciones.


En el pensamiento reciente de Vargas Llosa, logos y pathos aparecen enfrentados. La alta cultura se ha banalizado e incluso las nuevas manifestaciones de masas (como, por ejemplo, el lenguaje del chat) constituyen variantes degradadas de aquella: esto puede afirmarlo Vargas Llosa cuando reflexiona ensayísticamente sobre los rasgos de la cultura actual. Pero cuando novela, como ocurre en El héroe discreto, el balance de la cultura flotante es positivo. ¿Dónde encontrar la diferencia, el salto cualitativo de un estado a otro?, parece preguntarse Vargas Llosa. Y parece responderse: en el ethos.


Nunca como antes en un relato de Vargas Llosa hay tantos personajes positivos. Felícito Yanaqué es un ejemplo modélico, pero también lo son Ismael Carrera y Armida, su joven esposa; y también lo son Rigoberto y su mujer, Lucrecia. A ellos hay que agregar al sargento Lituma, y hasta a su jefe, el capitán Silva; a Narciso, el honradísimo chofer de Ismael Carrera; y al cura O’Donovan, amigo de Rigoberto. Unimisma a esas criaturas el ser trabajadores y honestos. A los ociosos y delincuentes les va mal; los mellizos Miki y Escobita solo se dedican a dilapidar y terminan desheredados, y Miguel, el falso hijo mayor de Yanaqué, y Mabel, la amante de Yanaqué, que han traicionado a Felícito, llegan a ser internados en la cárcel y expulsados del círculo de estabilidad y comodidad. Bien mirados, esos personajes positivos son todo lo que se quiera menos integrantes de la cultura de élite. Solo don Rigoberto y tal vez el cura O’Donovan tienen acceso a esa alta cultura, pero el primero lo hace solo para su disfrute sensorial, y el segundo por su propia formación y sus actividades pastoriles. Todos —ricos y pobres de origen— son gente del común, intelectualmente desinteresados en la alta cultura. La esperanza en el desarrollo peruano está ahí, en esos personajes culturalmente populares; los intelectuales o los diletantes intelectuales como Zavalita y su grey no tienen existencia en ese progreso. Hoy día los héroes son de otro cuño.


El tema del héroe


A Vargas Llosa siempre lo inquietaron preocupaciones ciudadanas. Fueron de tal calibre que a punto estuvo de ser presidente del Perú. Durante las últimas décadas, se convirtió en la reserva moral para buena parte del mundo (los peruanos todavía recordamos al actual jefe de Estado, cuando era candidato, jurando respetar la Constitución ante un Vargas Llosa en línea). En su trayectoria como intelectual, ha esbozado varias páginas sobre lo que él considera un héroe para la ciudadanía. El interés viene de antaño: originalmente La ciudad y los perros se iba a titular La morada del héroe, y sus reflexiones sobre el tema se inician en el ensayo de 1980 titulado «Un héroe de nuestro tiempo» (recogido en el primer volumen de Contra viento y marea, 1983), que dedica al filósofo y ensayista británico de origen letón Isaiah Berlin, de quien Vargas Llosa toma el concepto. Para Berlin como para Vargas Llosa, los héroes son personas que han realizado grandes proezas políticas, intelectuales, artísticas o científicas (para Berlin, el modelo era Einstein), y, al mismo tiempo, han sabido conjugar el talento con una moral irrecusable. Para Vargas Llosa, el mismo Berlin era un héroe de nuestro tiempo, pues el filósofo, además de haber planteado ideas esclarecedoras sobre la historia, la política y la sociedad —especialmente las denominadas «verdades contradictorias»—, siempre había mostrado una ética intachable desde su recoleta cátedra de Oxford. Como resulta obvio, el epíteto le cae como anillo al dedo al novelista (véase mi artículo de 1997 «Mario Vargas Llosa, héroe de nuestro tiempo»: http://www.oocities.org/paris/2102/art08.html).


En 2005 Vargas Llosa volvió a utilizar el concepto. Esa vez fue con ocasión de la muerte de Juan Pablo II. Las mediaciones políticas del pontífice contribuyeron con la paz mundial, lo hicieron un baluarte invencible y liberal contra la expansión del comunismo y la propagación del marxismo, lo cual lo convierte en un héroe de nuestro tiempo. Sin embargo, un año después Vargas Llosa trivializó el término: adjudicó el epíteto nada menos que a Jack Bauer, el protagonista de la celebrada serie de acción estadounidense 24 (Twenty Four), un superhéroe de masas que dedica cuerpo y alma a salvar a los buenos de las garras del terrorismo internacional.


En El héroe discreto nos encontramos con una nueva variante del concepto. Héroe discreto es la persona cuya trayectoria resulta elogiable porque, además de haber sido coronada con un éxito importante para él y para los suyos, ese éxito ha sido logrado con honestidad, dentro de un marco de respeto hacia la ley y hacia los demás, y con efectos significativos en la sociedad inmediata. «Héroe doméstico o cotidiano, o héroe de a pie» podrían ser sus sinónimos. En el nuevo vargasllosa, el héroe discreto por antonomasia es Felícito Yanaqué, pero también son «heroizables» —en ese orden de méritos— Armida (la mujer de Ismael), Rigoberto, Ismael Carrera y Narciso (el fiel chofer de Ismael). Parece una claudicación de sentido común: frente a la escasez de héroes de nuestro tiempo, buenos resultan los héroes discretos. Si fuera posible un Perú nuevo, desarrollado, de primer mundo, seguramente lo sería con héroes discretos.


Algunas singularidades


Como todo texto de ficción, el nuevo vargasllosa no está exento de singularidades. Digo singularidades prestando el término a la física, pues no es seguro que se trate de inconsistencias. En física las singularidades son fenómenos cuya ocurrencia aún no puede ser explicada por la ciencia en su estado actual. Así, mi lectura no puede explicar por qué, si todos o la mayoría de empresarios del ramo al que pertenece Yanaqué pagan cupos a las bandas organizadas, Yanaqué no ha sido coaccionado por ninguna de esas bandas; lo que se descubre al final es que el chantaje procedía de su falso hijo y de su querida, por tanto Yanaqué sigue invicto respecto a chantajes de las mafias. Primera singularidad.


Otra singularidad es la que corresponde a los personajes. En el nuevo vargasllosa, el protagonista es Yanaqué, el héroe discreto. Como hemos visto antes, otros personajes son «heroizables» porque se parecen a Yanaqué en su ética de trabajo y en su ética a secas. Pero el tratamiento del protagonista y de los demás personajes es superficial. O presentan pocas contradicciones o huyen de estas, y el narrador huye del tratamiento de esas contradicciones. Los buenazos como Yanaqué o Rigoberto son demasiado buenazos, y los malditos, como los hijos de Ismael y como el bueno para nada de Miguel, el falso hijo de Yanaqué, son malditos y ya. Es decir, no hay mucho interés, más allá de dos o tres pinceladas generales, en informar por qué esos hijos de su madre son unos hijos de su madre.


En el habla de algunos personajes, se presenta otra singularidad. La coletilla «che guá» de los piuranos en determinados pasajes de la novela es un logro indiscutible; solo habría que recomendar que en futuras ediciones se elimine la tilde del «guá», pues siendo el término un monosílabo no debe tildarse; del mismo modo habrá que proceder con los demostrativos y con el adverbio solo, que no se tildan en ningún contexto, según las últimas RAE y AALE. Pero a lo que de verdad iba era a lo siguiente: existe una singularidad en los escritos que le remiten a Yanaqué: están demasiado bien escritos. Cuando le llega la primera invitación para que pague cupos y Yanaqué denuncia el hecho, al leer el texto de los presuntos chantajistas, el sargento Lituma no puede dejar de decir: «El puta que escribió esto tiene su buena ortografía […]. Yo, al menos, no le encuentro faltas gramaticales». Los textos restantes están igual de bien redactados. Cuando al final nos enteramos de que el falso hijo de Yanaqué y la querida de Yanaqué se habían confabulado para sacarle unos cobres al héroe discreto y que nadie más está involucrado en el delito, no sabemos quién escribió los textos, pues tanto el falso hijo como la querida son analfabetos funcionales. Por otro lado, la mujer de Yanaqué (la esposa) apenas articula uno que otro monosílabo a lo largo de la novela, pues además de ser tímida y acomplejada su instrucción es nula, pero al final, cuando está en el aeropuerto Jorge Chávez, momentos antes de partir a España con su marido, desenrolla un léxico y una sintaxis de la lengua estándar que son para admirar.


Relacionada con la anterior singularidad, va una última: la que corresponde a las arañitas y al personaje Edilberto Torres. Los textos con los que se coacciona a Yanaqué a que pague cupos de quinientos dólares mensuales, además de estar impecablemente escritos, son firmados con un garabato que semeja una arañita. El sargento Lituma recuerda que el inconquistable villano (Josefino, el que le quitó a Bonifacia y la prostituyó) dibujaba esas arañitas en cuanto papel se le pusiera a su alcance y va en busca de los inconquistables. Solo encuentra a los dos buenos, sus primos. El encuentro le sirve para recordar que es uno de ellos (no el villano) el chico de las arañitas y es quien, además, se muestra desconfiado con Lituma. Este se muestra preocupadísimo, pues sospecha que uno de los buenos puede estar metido en el berenjenal. Pero sus inquietudes desaparecen cuando el caso se resuelve. Al final, nada justifica ni las arañitas del chantaje ni las arañitas del inconquistable amigo, ni la desconfianza que este tenía con Lituma. Lo mismo ocurre con Edilberto Torres: a lo largo de la novela, el narrador carga las tintas de más describiendo pasajes en los que Fonchito, el quinceañero hijo de Rigoberto e hijastro de Lucrecia, habla de Edilberto Torres, quien parece existir solo en el imaginario de Fonchito; no contento con ello, el narrador sigue cargando las tintas para sugerir que Edilberto Torres podría ser una entidad espiritual a la que solo Fonchito tendría acceso, pero al final resulta que Edilberto Torres era solo una bromita del tal Fonchito. Lo que quiero remarcar con el asunto de las arañitas y de Edilberto Torres es que ambos elementos en la anécdota semejan cabos sueltos muy elaborados que solo sirven para encandilar al lector en determinados pasajes, pero que finalmente no cumplen función relevante en la novela. (Claro está que esos elementos son digeribles para cualquier mente perspicaz, algo que no ocurre, por ejemplo, con la reciente novela La verdad sobre el caso Harry Quebert [2012], de Joël Dicker, un celebrado best seller que es un monumento al disparate argumental).


El epígrafe que encabeza la novela, de Jorge Luis Borges («Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo»), tal vez tenga la intención de explicar o sugerir una explicación a las singularidades antes señaladas. Considero que dicho epígrafe no cumple esa función; es muy existencial o metafísico para un relato cuya anécdota y desarrollo son más bien harto terrenales.


La novela de un superestrella


En estricto, esta es la primera novela que Vargas Llosa escribe siendo Nobel, pues el premio le cayó a Vargas Llosa cuando El sueño del celta (2010) estaba en imprenta, a unas semanas de salir a librerías. En El héroe discreto, Vargas Llosa sigue fiel a la estética realista, sin apelar a recursos metaficcionales, pero tomándose algunas licencias con el conjunto de su obra. En el nuevo vargasllosa no solo encontramos determinados ambientes renovados de Piura o Lima, sino viejos conocidos: el sargento Lituma de La casa verde, ¿Quién mató a Palomino Molero?, Lituma en los andes y otros textos del autor; también son personajes importantes don Rigoberto y doña Lucrecia, y Fonchito, que migran del Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto.


Además de personajes del universo Vargas Llosa, existen alusiones a algunos pasajes o hábitos individuales de novelas anteriores. Destacan las remisiones a los textos antes mencionados. Asimismo, hay constantes guiños al lector vargasllosiano y al especialista vargallosista. De entrada, el libro está dedicado a la memoria de un amigo entrañable recién fallecido, Javier Silva Ruete, quien, por cierto, aparece como personaje en La tía Julia y el escribidor. Se pueden encontrar varios homenajes más: el epígrafe de Borges es un homenaje a Borges. En las meditaciones de Rigoberto, se aprovecha para rendir tributo a varios pintores y músicos, y a escritores apreciados como Thomas Mann, Dashiell Hammett, Claudio Magris, André Malraux, Henry James. La serie de homenajes alcanza su esplendor final en el último capítulo; léase como ejemplo el siguiente diálogo entre Rigoberto y su hijo:

—Todos los libros que lees son de escritores europeos —insistió su hijo—. Y creo que la mayoría de discos, de dibujos y grabados también. De italianos, ingleses, franceses, españoles, alemanes y alguno que otro norteamericano. Pero ¿hay algo que te guste del Perú, papá?

Don Rigoberto iba a protestar, decir que muchas, pero optó por poner una cara dubitativa y hacer un exagerado gesto escéptico:

—Tres cosas, Fonchito —dijo, simulando hablar con la pompa de un ilustrado dómine—: Las pinturas de Fernando de Szyszlo. La poesía en francés de César Moro. Y los camarones de Majes, por supuesto.


Coda


Para concluir, recomiendo la lectura del nuevo vargasllosa. Y para que quede claro, la recomiendo con entusiasmo. A cualquier lector le resultará sumamente gratificante por la historia, y bastante estimulante por las implicancias que sobre el pathos peruano esboza. El texto se lee de un tirón. Para los nuevos lectores de Vargas Llosa, el relato divertirá con pasajes casi policiales (el chantaje a Yanaqué) o de melodrama familiar (para Rigoberto y los suyos, el intríngulis del matrimonio de su octogenario jefe), y los lectores peruanos se identificarán con los espacios referidos de Lima o Piura, que, por añadidura, han sido actualizados respecto a los equivalentes de Conversación en La Catedral o La casa verde, hecho que habla muy bien de la vocación realista del autor. Ahora bien, para los antiguos lectores del Nobel peruano, dados los guiños y homenajes que el relato ofrece a granel y que traza vasos comunicantes con sus novelas anteriores, El héroe discreto constituirá un reconfortante chapuzón en el océano Vargas Llosa. 


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